Carlismo y Tradición Política Hispánica
por Miguel Ayuso
…El grito “¡Viva Don Carlos V!”. Lo dio un empleado de correos, Manuel González, en Talavera de la Reina, el dos de octubre de mil ochocientos treinta y tres, a los pocos días de la muerte del Rey Fernando VII.
Pero detrás estaba más de media España, o quizá estaba casi toda España. Por eso se iniciaba una larga historia que no ha concluido.
Porque el carlismo no fue sólo un fenómeno dinástico. En puridad hallábase incoado desde el Manifiesto de los persas realista. Quizá en los años primeros fuera difícil deslindar la protesta legitimista contra lo que se consideraba la usurpación del conjunto de ideales que estaban detrás y con los que estaba inextricablemente unida.
Aunque ya muy pronto, escasamente unos meses, la matanza de los frailes pusiera en evidencia los objetivos de la revolución, y por contraste también los de la tradición, separando netamente los dos campos. El propio Menéndez Pelayo, anticarlista como conservador que fue, lo escribió en párrafos memorables de su Historia de los heterodoxos:
“Y desde entonces la guerra civil creció en intensidad, y fue guerra como de tribus salvajes lanzadas al campo en las primitivas edades de la historia, guerra de exterminio y asolamiento, de degüello y represalias feroces, que duró siete años, que ha levantado después la cabeza otras dos veces, y quizá no la postrera, y no ciertamente por interés dinástico, ni por interés fuerista, ni siquiera por amor muy declarado y fervoroso a este o al otro sistema político, sino por algo más hondo que todo eso; por la instintiva reacción del sentimiento católico, brutalmente escarnecido, y por la generosa repugnancia a mezclarse con la turba en que se infamaron los degolladores de los frailes y los jueces de los degolladores, los robadores y los incendiarios de las iglesias y los vendedores y compradores de sus bienes”.
La posteridad fue perfilando siempre más la disyunción, pese al juego interno del régimen liberal con un partido moderado, conservador de la revolución que hacía el progresista. Balmes, no sin matices, o Vicente Pou, más netamente, lo anotaron al describir los hechos que pasaban. Y Donoso Cortés pareciera que si hubiera contado con algunos años más de andadura terrena hubiera completado el camino.
Por eso, cuando se hizo evidente lo anterior y la revolución fue gloriosa a todas las luces, arribaron al campo de la tradición quienes deseaban de verdad el respeto del principio católico.
La figura legendaria de otro Carlos, nieto del primero, parecía atraer los mejor de las energías nacionales. Aparisi y Guijarro lo puso incluso en el título de uno de sus libros. Y aunque no faltaron las discusiones sobre su integridad, en el interior ahora de los “íntegros”, y ahí están las vicisitudes de Ramón Nocedal para recordarlo, no puede desconocerse la continuidad venerable de esa tradición en el seno de –como se decía y se dice– la Causa.
Cierto es que su pujanza vital descaecía por momentos, con un régimen liberal asentado, ya que no consolidado, pues eso era –en las palabras del García Morente converso– un imposible histórico, y de resultas con la desesperanza política campante tras el tercer fracaso bélico. Pero no lo es menos que al tiempo se afinaba la doctrina, siempre más depurada.
Como ha escrito Rafael Gambra, “si el tradicionalismo de la primera mitad del XIX se hallaba demasiado envuelto por la historia concreta, todavía viva en una realización imperfecta, el tradicionalismo actual de este siglo se encuentra desarraigado de los hechos, de las concreciones reales y viables, envuelto en las brumas de un recuerdo lejano e idealizado”...
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