Carlismo y Tradición Política Hispánica
por Miguel Ayuso
… Pero hemos hablado también de discrepancias políticas. La dictadura del general Franco, singular e inclasificable, pero no desde el derecho público o la teoría política, sino desde el tribunal de la praxis, chocó inmediatamente con el programa político de la Comunión Tradicionalista.
En una primera fase, porque la restauración de la sociedad y los poderes cristianos no se cohonestaba con las proclividades totalitarias del incipiente sistema, revestido de las exterioridades fascistas more falangista.
Luego, porque la lógica del poder personal, entre las distintas familias actuantes, difícilmente podía avenirse con la que portaba la doctrina más neta, y la más alejada del espíritu del tiempo, de entre las que coexistían tanto como contendían.
También porque Franco, pese a su particular concepción de la monarquía, nunca dio beligerancia a otra familia que no fuera la del destronado por la República, al que primero sirvió y luego maltrató.
En esta coyuntura, era difícil que la Comunión se conservase inconsútil. La naturaleza humana (el cansancio, las legítimas aspiraciones, etc.) y la acción de Franco desgarraron poco a poco el tejido y el carlismo activo y encuadrado quedó coartado en su crecimiento.
Con todo, el puesto del carlismo durante el período a que nos contraemos en modo alguno puede despreciarse.
Sólo la combinación de estas causas políticas con la confusión dinástica, anteriormente considerada, y –sobre todo– con el decisivo influjo deletéreo del II Concilio Vaticano y su “espíritu” sobre el catolicismo patrio, junto con las reacciones controladas frente al mismo por parte de ciertos grupos eclesiales tachados de “conservadores”, aunque esencialmente liberales, explica el paso desde una situación difícil a otra ya desesperada.
Pero las desgracias dinástica y política aguzaron el espíritu crítico y el carlismo de la segunda mitad del siglo XX se caracteriza por haber alcanzado altísimas cotas de elaboración doctrinal, merced a un grupo de pensadores como Rafael Gambra, Francisco Elías de Tejada, Francisco Canals o Álvaro d´Ors.
Débese a ellos el esclarecimiento de que el signo del carlismo no reside sólo en la bandera del legitimismo dinástico, por más que hiciera en su día de banderín de enganche y después de precinto de la pureza doctrinal y del cuerpo político que la sirve. No, el carlismo es la continuidad de la tradición de las Españas, reducida a una Comunión que la preserva entre los acosos del siglo.
Veamos esta realidad compleja más por lo menudo. Lo primero que se presenta ante nuestros ojos, es cierto, es el pleito dinástico. En tal sentido, puede decirse que la tradición española, durmiente durante el siglo XVIII, halló en tal disputa la ocasión propicia para, ante la agresión de la revolución liberal, desperezarse y movilizar a todo un pueblo, con sus monarcas, sus pastores y sus sabios.
De ahí que el legitimismo no resultara puramente instrumental y carente de valor en sí mismo. Al contrario, debe al mismo no sólo su origen sino también su prolongación y hasta su supervivencia. Las ideas no vagan por el cielo empíreo, sino que encarnan en personas e instituciones.
Además, no estamos delante de cualquier idea, sino de la monarquía legítima, elemento esencial de nuestra constitución histórica.
El profesor Álvaro d´Ors en un artículo pugnaz escribió a este respecto: “Bajo el título de tradicionalismo hay mucho turbio y equívoco, hasta el extremo de cobijar los que, si en su día fueron secuaces de la buena Causa, hoy andan perdidos por laberintos de liberalismo. Sobre todo por haber olvidado que la legitimidad es la garantía del contenido ideal, algo así como el tapón precintado del vino de marca. Ya se sabe: salta el tapón y no hay quien responda del vino. Lo más natural, que se corrompa. Carlismo, pues, de pura legitimidad, pues sin ella las ideas se corrompen. Por algo el posibilismo, que cierra los ojos a las exigencias de la legitimidad, suele ser el peor enemigo de la Causa”.
Por eso, el carlismo supone la continuidad venerable de la tradición hispánica. Es la christianitas minima, una vez que la christianitas minor de la monarquía hispánica, en lucha por defender la christianitas maior de los siglos medios, fuese derrotada por el enemigo “europeo”, o sea, “moderno”.
En tal sentido, no fue nunca, y menos al principio, una ideología. Fue primariamente un pueblo, que vivía una tradición, esto es, un orden heredado. De los que, conforme eran negados, fue adquiriendo progresiva conciencia.
Al principio es apenas un grito: “Dios, Patria, Fueros, Rey”. Luego se repara que la invocación a la divinidad no es personal, sino comunitaria, política: la aspiración a que la comunidad política, en unidad, confiese la realeza de Jesucristo como su único Señor. Y que la patria grande se levanta sobre el respeto de la autonomía de los órdenes jurídicos propios de cada cuerpo social, esto es, el principio del fuero, expresión de la libertad civil y, antes del nacimiento del Estado moderno, de lo que la doctrina social de la Iglesia ha llamado subsidiariedad, hoy por cierto desnaturalizada en tantos discursos.
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