Al llegar ayer a casa, después un día especialmente fatigoso, tuve la satisfacción de encontrar sobre mi mesa de trabajo, la de casa claro está, sobre la que últimamente mis obligaciones como “cabeza visible” de mi rama familiar me obligan a trabajar tanto o más que en la de mi “despacho oficial”, una tarjeta postal de un gran y buen amigo francés, con una espléndida fotografía del “Château de Chambord”, que me envía mientras se encuentra con su familia recorriendo los famosos “Châteaux de la Loire” durante sus vacaciones de Pascua, que así precisamente se llaman, “vacances de Pâques”, en la muy laica república francesa.
Más tarde, cuando me disponía a acostarme, vi que Firmus et Rusticus había dejado amablemente un comentario, espléndido como siempre, a mi entrada sobre el asunto del asesinato del moro ese que al parecer planeó la horrible carnicería de las torres, espantosas por cierto, del World Trade Center de Nueva York. En su comentario hacía una oportuna comparación con las relaciones entre François I, rey de Francia, y nuestro monarca Carlos I, quinto de los emperadores del Sacro Imperio que portaron su nombre, en cuyos dominios nunca se ponía el sol.
Esta casualidad, ya que el castillo de Chambord fue obra de François I, unido a la tabarra que me da constantemente con este monarca francés mi hija mediana, a la que haber estudiado sus primeras lecciones de historia universal en Francia le ha marcado profundamente, sin solución posible, me temo, que venga de sus actuales estudios en España, que en materia histórica son en el mejor de los casos inexistentes, cuando no absolutamente nefastos, me obligan a escribir siquiera un pequeño apunte al respecto.
No me es posible redactar ahora un sesudo estudio sobre la época, pero si me gustaría animar a todos a tomar o retomar los tratados de historia sobre este periodo en el que, a modo de resumen, puede muy bien afirmarse que la política mundial se reducía al enfrentamiento entre ambos monarcas, François y Carlos, relegando el papel de todas las otras naciones, en general la Inglaterra de Henry VIII, los Estados Pontificios y los principados italianos, al de meros comparsas.
Las redes de alianzas internacionales en apoyo de uno y otro, el enfrentamiento ideológico entre el sueño imperial carolingio del “Kaiser Karl V”, el nieto del Emperador Maximilian I von Habsburg, el último caballero, y los esfuerzos por mantener la integridad de su “Royaume” del hijo de Charles d’Angoulême, de la rama de Valois-Angoulême de la dinastía de los Capetos, las consecuencias para la Cristiandad, con la extensión terrible del cisma protestante y la invasión turca llegando a las puertas de Viena, constituyen sin duda unas de las más emocionantes páginas de la historia universal, por más que, como dice Pérez Galdós en su Episodio Nacional sobre Zumalacárregui, nada es comparable al “espectáculo de la historia viva, de la página contemplada antes de perder en las manos del artífice historiador el encanto de la realidad”.
Sólo me detendré en las relaciones entre estos dos colosos, como ejemplo de mucha aplicación y enseñanza para gobernantes que aspirasen a merecer ese nombre.
Por supuesto que François I y Carlos I, o V, no se apreciaban especialmente, por decirlo suavemente, pero no por ello dejaban de testimoniarse públicamente todo el respeto debido en sus visitas oficiales. El respeto debido a sus respectivas dignidades, nada que ver con permitir a un sátrapa norteafricano plantar su tienda en los jardines europeos para acto seguido, sin mediar motivo aparente, tratar de acabar con él y su nación empleando cuantos mortíferos ingenios bélicos se tiene a disposición, por poner sólo uno de los ejemplos más cercanos.
Así por ejemplo, como decía, el monarca francés recibió en varias ocasiones al emperador, siendo destacable la visita al Louvre justo antes de que se iniciasen los trabajos de renovación.
Como nos recordaba ayer Firmus et Rusticus, en enero de 1540, Carlos V solicitó a François I el permiso para cruzar Francia a fin de sofocar una revuelta en Flandes. Fue recibido por el rey, y acompañado por él, hizo entrada en París tras pasar por Burdeos, Poitiers y Orleáns. Visitó además Fontainebleau, donde François I le mostró la nueva galería recién construida.
Por supuesto que este tipo de comunicación política y diplomática, de un gusto y detalle exquisitos, estaba orientada a impresionar al adversario, pero ¡qué diferentes para nuestra desgracia son en nuestros días las relaciones internacionales!
Mencionaré para terminar los esfuerzos de los dos jefes de estado rivales de las “superpotencias” del siglo XVI para ¡crear lazos familiares que ofreciesen el signo de paz y cordialidad necesario para la prosperidad de sus dominios!
François I ofreció su propia hija Louise, que moriría muy joven, como esposa a Carlos V, y éste promovió a su vez el matrimonio en 1530 del Rey de Francia, tras enviudar de Claude, la hija de Louis XII, con su hermana Leonor de Austria, célebre en su tiempo por su extraordinaria cultura y belleza, primogénita de Felipe el hermoso y Juana la loca, que era a su vez viuda de Manuel I de Portugal, padre de aquel Miguel de la Paz, cuya prematura muerte truncó ¿para siempre? el sueño de una península ibérica unida por completo.
N.B. Empleé ya este mismo título en febrero del año pasado, por eso he incluido el numeral. Pero aún a riesgo de resultar repetitivo, creo que de nuevo el grito de Cicerón contra Catilina es el más apropiado para presentar el tema de hoy.
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