vendredi 25 mars 2011

Los españoles y la guerra

Resulta difícil en estos tiempos explicar a los extranjeros, ¡y aún a los españoles!, lo que significa ser soldado español, y la guerra, y la lealtad, y el amor patrio.

Acostumbrados a ejércitos “profesionales”, a la técnica, los ingenios armamentísticos, a resoluciones de la ONU y órdenes de operaciones de la OTAN, los sentimientos de un soldado español tradicional en combate, los que hicieron de nuestras tropas las más admiradas y temidas del orbe, han sido relegados al olvido de un modo deliberado.

Pocos fragmentos nos los presentan con más lucidez que el que sigue de Valle-Inclán, en el que también se menciona a Calderón, que nos legase la mejor ordenanza militar que haya tenido ejército alguno en la historia, que tampoco me resisto a traer a esta bitácora.

Este ejército que ves
vago al yelo y al calor,
la república mejor
y más política es
del mundo, en que nadie espere
que ser preferido pueda
por la nobleza que hereda,
sino por la que él adquiere;
porque aquí a la sangre excede
el lugar que uno se hace
y sin mirar cómo nace
se mira cómo procede.
Aquí la necesidad
no es infamia; y si es honrado,
pobre y desnudo un soldado
tiene mejor cualidad
que el más galán y lucido;
porque aquí a lo que sospecho
no adorna el vestido el pecho,
que el pecho adorna al vestido.
Y así, de modestia llenos,
a los más viejos verás
tratando de ser lo más
y de aparentar lo menos.
Aquí la más principal
hazaña es obedecer,
y el modo cómo ha de ser
es ni pedir ni rehusar.
Aquí, en fin, la cortesía,
el buen trato, la verdad,
la firmeza, la lealtad,
el honor, la bizarría,
el crédito, la opinión,
la constancia, la paciencia,
la humildad y la obediencia,
fama, honor y vida son
caudal de pobres soldados;
que en buena o mala fortuna
la milicia no es más que una
religión de hombres honrados.

Cara de Plata y el polaco, andando a la ventura por las calles, salieron a la plaza de oscuros pórticos, donde estaban las Casas del Rey. El emigrado polaco clavó los ojos en aquellos balcones iluminados, y dijo al mancebo, segundón de hidalgos:
- ¡No vive con mucha grandeza vuestro Rey!
Replicó el otro con altanería:
- ¡Grandeza en la casa, querrá decirse!...
Soulinake le miró con simpática extrañeza:
- ¡En este ejército, todos me parecéis españoles de Calderón!
Cara de Plata hizo un gesto de indiferencia:
- ¡Grandeza en los palacios la tiene acá un indiano! Pero para tenerla en los pechos, hay que nacer.
Dijo el polaco con dulzura:
- ¿El Rey, os parece que tiene corazón el Rey?
Exclamó Cara de Plata:
- ¡De Rey y de león!
- ¡Mucho le calumnian, entonces!
El castellano miraba el balcón iluminado de las posadas reales:
- ¡El pensamiento, el sentimiento, y toda la figura humana tiene de Rey! Yo vine acá por aventura, pero le vi una vez sobre su caballo, y acá estoy por Carlos VII.
Sonrió el polaco con tristeza:
- ¡Yo no le vi nunca, ni soy de estas tierras, y acá estoy también!
Murmuró pensativo Cara de Plata:
- Hay guerras que son como una regla de convento, y caben en ellas soldados de todo el mundo. A esta unos vienen por cristianos, otros por leales, los hay desesperados de la vida y mozos de aventura escapados de la casa de los padres. ¡De los peores era yo!... Pues fue llegar y sentirme cambiado al besar la mano del Rey. Me pareció que me bendecían, y tuve de la guerra un sentimiento que no tenía. Antes solamente pensaba en pelear por señalarme el primero, y soñaba con ser capitán…
Murmuró el polaco:
- ¡Es el sueño de todos los soldados!
- En otras guerras, pero en ésta no. Cuando se acabe nos iremos todos a nuestras casas: el labrador a su labranza, el pastor a su rebaño, el estudiante a su estudio.
- ¿Sin otro provecho?
Sonrió orgulloso Cara de Plata:
- El de las cicatrices. Quedaban ya pocos de aquellos soldados ciegos y mancos que corrían las ferias pidiendo limosna.
El castellano y el polaco, para resguardarse de la lluvia, paseaban bajo el porche de las casas reales. Pedro Soulinake comentó filosóficamente:
- Yo vi esos mendigos en el cancel de todas las catedrales españolas, y tanto me interesé por sus vidas, que quise estudiarlas… Son vidas de santidad o de picardía…
Contestó el segundón:
- Yo solamente sé que son buen ejemplo para los muchachos. A mí alguna vez me lo dieron con sus historias, y sus cicatrices, y sus capotes de botones dorados.
Insinuó el polaco con melancolía:
- Sin embargo, hay algo dentro de nosotros que siente frío a la vista de un hombre sin ojos o sin manos.
Y el segundón, declaró honrado y veraz:
- ¡Yo jamás sentí ese frío!
Pedro Soulinake cerró los párpados misteriosos, y le apoyó una mano en el hombro:
- ¡Pues existe!... Por algo los griegos no consideraban a sus guerreros mutilados como elemento heroico de sugestión. Los héroes eran como dioses y se curaban siempre de todas las heridas.
Animóse Cara de Plata, y se le vio estirar los huesos bajo el tabardo:
- Así entendía yo la guerra; pero era un pagano. En España, el soldado sin piernas a la puerta de una iglesia es de tan buen ejemplo, que los mejores capitanes han sido tonsurados. ¡Así viene desde las guerras antiguas!
Pedro Soulinake le miró amistoso:
- ¡Gran espíritu militar!
- ¡Aquí es el de todos!
- Nosotros, los extranjeros, no podemos comprender esta tierra, y vosotros, nacidos en ella, la explicáis mal: ¿Cómo de un mismo pueblo pueden salir dos ejércitos tan distintos?... Yo estuve con los republicanos y no vi nada parecido a esto.
Cara de Plata alzó los hombros con desdén:
- Allí, los mejores sólo tienen el sentimiento con que yo vine acá, y que me duró hasta verme en la presencia del Rey. ¡Quieren señalarse por su valentía y ganar gloria para ellos! Eso quería yo, pero luego dentro de mí cambióse todo. Ahora, mi ambición es ver al Rey Carlos sentado en el trono, y bien gobernadas las Españas. Estuve en dos encuentros, y desde la primera vez, al ponerme en la fila de soldados, yo era toda la fila. No me separaba de ella, ni para ir adelante, ni para cejar. Se me revelaba otra conciencia. Entre los republicanos todos van separados.
Preguntó Soulinake, con la voz apagada:
- ¿Y entre los carlistas, todos son así?
- Todos. Cuando acabe la guerra nos dispersaremos. Yo, si gano una cicatriz, algo podré contar cuando viejo… Si no la gano, tampoco diré que anduve en estas batallas. ¡Y a muchos, mejor nos estaría morir!
Acabó riendo el segundón. El polaco le miró y ahondó, sin desplegar los labios. Las pisadas de los dos, resonaban bajo los porches de la Casa del Rey.

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