“Así transcurrieron algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse vagamente sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las mayores estrellas.” Muchas, muchísimas veces, viendo anochecer en tierras sorianas, he recordado estas líneas de “La Promesa”, una de las cinco leyendas sorianas de Gustavo Adolfo Bécquer.
“Nada me debe Soria, creo yo, y si algo me debiera sería muy poco en proporción a lo que yo le debo: el haber aprendido en ella a sentir a Castilla, que es la manera más directa de sentir a España. El hijo adoptivo de vuestra ciudad, ya hace muchos años que ha adoptado a Soria como patria ideal”. Son las palabras de agradecimiento de Antonio Machado en 1932, al ser nombrado hijo adoptivo de la ciudad de Soria. Fue él mismo el que también dijera: “Allá en el año 1907 fui destinado a Soria, un lugar rico en tradiciones poéticas, allí nace el Duero que tanto papel juega en nuestra historia. Allí, entre San Esteban de Gormaz y Medinaceli se produjo el monumento literario del Poema del Cid. Por si ello fuera poco, guardo el recuerdo de mi breve matrimonio con una mujer a la que adoré con pasión y que la muerte me arrebató. Y viví y sentí aquel ambiente con toda intensidad”.
Hace unos días, hablando en esta bitácora de su poema “retrato” (“…mi juventud, veinte años en tierras de Castilla…”), me vino a la cabeza la idea de dedicarle una entrada a Soria, una de mis ciudades castellanas favoritas.
Es como digo una de mis favoritas, ya que en ella verdaderamente siento, cada vez que la visito, la esencia de Castilla que, como dice Machado, es la más auténtica esencia de España, y que me perdonen los españoles de otros lares.
Mi hijo mayor tiene que declamar esta semana un poema a su elección en clase de lengua española, y ha escogido el siguiente pasaje del Cantar del Mío Cid, sin que mediase intervención alguna por mi parte:
De su tierra va saliendo el Campeador leal,
San Esteban deja a un lado, aquella buena ciudad.
Por Alcubilla pasó, Castila se acaba ya,
la calzada de Quinea luego hubieron de pasar,
por Navas de Palos van el río Duero a cruzar
y el Cid en la Figueruela descanso manda tomar.
De todas partes guerreros se le vienen a juntar.
Ha escogido con orgullo este fragmento, ya que él, sus primos y sus amigos, conocen casi de memoria cada recodo de los caminos que pasan por San Esteban de Gormaz, Alcubilla del Marqués o Navapalos; caminos que recorren una y otra vez todos los veranos con sus bicicletas, hoyando de nuevo “la terrible estepa castellana” en la que “al destierro, con doce de los suyos -polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga.”
Este último detalle proveniente de mi primogénito es el que me ha obligado a cumplir la promesa de escribir sobre Soria, promesa por otra parte sagrada, ya que me fue exigida por mi santa esposa hace algún tiempo.
Soria es, para un tradicionalista español, antes que ninguna otra cosa, la ciudad de “Los Doce Linajes”, nuestra “tabla redonda” particular, donde los hidalgos de la ciudad, en la misma disposición de igualdad que los caballeros del ciclo artúrico, basados en el linaje y el mayorazgo, detentaron el gobierno, junto al “Común” y el “Concejo”, desde el medievo hasta las desgraciadas y diabólicas reformas liberales del siglo XIX, en una muestra más de cómo los sistemas de gobierno tradicionales de las Españas superaban en organización, armonía, representatividad y justicia, a todos los engendros revolucionarios que hoy padecemos.
Por ello la Casa de los Doce Linajes, que es hoy día el Ayuntamiento, es visita obligada entre los edificios civiles, junto al Palacio de los Condes de Gómara, actual Palacio de Justicia, el Palacio del Vizconde de Eza, el del Marqués de Alcántara, el de de Don Diego Solier, el Palacio de los Castejones, o el Palacio Viejo de los Ríos y Salcedo.
Las ruinas del Castillo, en lo alto de una colina, son también una visita muy recomendable, sobre todo por las vistas de la ciudad, del Duero, y de la ermita de San Saturio.
Porque además del paisaje, lo que te deja sin aliento en Soria, me río yo del “síndrome de Stendhal”, son sus iglesias. Aquí hubiera querido ver al autor de “La Cartuja de Parma”.
A orillas del río que cantase Gerardo Diego, se encuentra el Claustro de San Juan de Duero y también San Saturio.
Río Duero, río Duero,
nadie a acompañarte baja,
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de agua.
Ubicado a las afueras de ciudad de Soria, San Juan de Duero es un monasterio de la Orden Militar de los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén ¡Cómo no voy a estar enamorado de Soria, Dios mío! Las influencias orientales venidas de Tierra Santa se dejan ver en su impresionante claustro románico. Llegados a este punto hay que volver a sumergirse en la leyenda de “El Monte de las Ánimas” de Bécquer.
Si su claustro es verdaderamente único, algo que ningún español debiera dejar de ver, el templo, de una sola nave, bóveda de horno en el ábside y de cañón apuntado en el presbiterio, tiene como curiosidad la presencia de dos templetes delante del presbiterio, el de la derecha con cúpula piramidal y el de la izquierda con cúpula semiesférica, ambos con claras influencias orientales e interesantes capiteles con escenas bíblicas y seres fantásticos, a modo de iconostasis, de forma que podía cerrarse el espacio que quedaba entre ambos y ocultar al sacerdote con una gran tela en el momento de la consagración, cuya razón de ser es el ritual cristiano original de sus constructores, el ortodoxo griego.
No puedo extenderme demasiado en cada punto, y eso que sólo pretendo hablar de la ciudad de Soria, dejando para mejor ocasión los pinares del norte, el cañón de Río Lobos y la ermita de San Bartolomé, o la prerrománica mozárabe de San Baudelio en Berlanga (¿qué hacen un dromedario, un elefante y un oso sobre las paredes de una recóndita ermita del siglo XI?), las tierras altas de San Pedro Manrique, Medinaceli, dónde muriese Almanzor tras su derrota en Calatañazor, Almazán, donde Sancho III de Castilla creara en 1158 la Orden de Caballería de Calatrava, el Moncayo y la villa de Ágreda, históricamente disputada por los Reinos de Navarra, Castilla y Aragón, el Campo de Gómara, la fortaleza califal de Gormaz, la Numancia que no se rindió jamás, prefiriendo perder la vida a perder la libertad, o la catedral de El Burgo de Osma, que nada envidia a las “Sancta Ovetensis, pulchra Leonina, dives Toledana, fortis Salmantina”.
San Saturio, según nos relata la tradición, fue un noble soriano que en el siglo VI repartió sus riquezas entre los pobres y marchó a vivir a unas cuevas junto al Duero. En el último cuarto del siglo XVI se encontraron sus restos y creció la devoción hacia el eremita hasta el punto de construir un templo en su honor y nombrarlo patrón de la ciudad. En 1698 la ciudad acordó reedificar una iglesia de nueva planta con el concierto de todos los vecinos.
La visita a la ermita de San Saturio empieza desde que la divisamos paseando por las orillas del río y su equilibrio imposible sobre la roca de la ladera nos va preparando para acercarnos a la vida y milagros de este anacoreta, cuyo discípulo San Prudencio, que llegó a ser obispo de Tarazona, también compartió retiro con él en una cueva adyacente a la de su maestro.
Ya en el interior de la ciudad, las iglesias son innumerables, y todas solemnes, antiguas y señoriales, a excepción de la Iglesia del Salvador, construida en el solar donde fuera levantada una de las humildes iglesias edificadas tras la Reconquista, cuyo ábside y dos capillas aún conserva.
Merece la pena no dejar de entrar en la Iglesia de Santo Domingo, templo románico de finales del XII, en la actualidad Convento de Clarisas, donde por supuesto pueden adquirirse sus famosos dulces. Mecenas de la obra fue Leonor de Plantagenet, esposa de Alfonso VIII, hija de los reyes ingleses Enrique II y Leonor de Aquitania y hermana de Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra.
Muchas otras iglesias y conventos nos sorprenden a cada paso en la ciudad de Soria, San Juan de Rabanera, San Polo, Nuestra Señora de la Mayor, San Nicolás, El Espino, El Carmen, La Merced, la Soledad, el convento de San Agustín, la ermita del Mirón, la de Santa Bárbara, la Iglesia de San Francisco…
Sólo me detendré en la Concatedral de San Pedro, que comparte sede episcopal con la de El Burgo de Osma que ya he mencionado.
Resulta imposible resumir en un párrafo la historia y los tesoros que encierra este magnífico templo que, edificado sobre una primitiva iglesia de los años en que Alfonso I el Batallador, ocupado en los asuntos castellanos por su matrimonio con Urraca de Castilla, emprendió la repoblación de Soria (1109-1114), ha sido iglesia monacal, albergando a una comunidad monástica bajo la observancia de la regla de San Agustín, colegiata y finalmente concatedral.
Siendo su interior impresionante, con múltiples capillas y retablos de un valor incalculable, personalmente siento debilidad por el claustro.
Su construcción se inició por el ala Oeste a mediados del siglo XII, continuándose por los lados Norte y Este. De la fecha de una inscripción funeraria que se encuentra en el muro oriental cabe deducir que el claustro estaba concluido en 1205, es decir, en los primeros años del siglo XIII.
Sobre un podio corrido se asienta una sucesión de basas de garras sobre las que descansan parejas de esbeltos fustes rematados por capiteles dobles que soportan a su vez los arcos de medio punto. Cada ala del claustro está dividida en varios tramos por elementos prismáticos a cuyas caras interior y exterior se adosan columnillas en dos órdenes superpuestos de gran originalidad. Hay una gran variedad de capiteles que ostentan diversos motivos decorativos, desde vegetales, palmetas y roleos, hasta sirenas, grifos, guerreros, además de escenas historiadas.
Ni que decir tiene, estamos en Castilla, que una visita a Soria debe incluir apartado gastronómico. Asado de cerdo o de cordero, caza y setas, por citar sólo algún ejemplo, y probando obligatoriamente en el aperitivo los torreznos y a los postres la tarta costrada.
Para los madrileños que tengan que esperar una ocasión especial para acercarse a esta histórica ciudad que fundase en 1266 Alfonso X el Sabio, mi recomendación es el local de Doña Maria Luisa Banzo Amat, una cocinera como la copa de un pino, que fue durante un tiempo diputada por Soria, y que sin duda defiende con mucha más eficacia su tierra desde los fogones que desde el escaño de esa institución tan justamente denostada, demostrando que por más que los petimetres y lechuguinos modernos rindan culto y pleitesía a mamarrachos de la calaña de Ferrán Adriá, Berasategui, Subijana o Arzak, cuando se trata de comer, dónde esté una mujer a quién su madre haya inculcado el amor por la cocina que recibiera a su vez de la suya, la raspa de sardina caramelizada y la tortilla deconstruida se la pueden meter por donde la espalda pierde su verticalidad y su honesto nombre.
Para ir abriendo boca, en espera de tener unos días libres para acercarse a la ciudad de Soria, las jornadas de la matanza de El Burgo de Osma son otra buenísima idea.
Me dejo mucho en el tintero, los afectados sabrán perdonarme. Podría pasarme horas hablando de literatura, historia, religión, gastronomía o viajes alrededor de Soria. Por hoy lo dejo, esperando haber cumplido mis promesas y haber despertado en todos el deseo de acercarse por primera vez o una vez más a Soria.
¡Soria fría, Soria pura,
cabeza de Extremadura,
con su castillo guerrero
arruinado, sobre el Duero;
con sus murallas roídas
y sus casas denegridas!
¡Muerta ciudad de señores
soldados o cazadores;
de portales con escudos
de cien linajes hidalgos,
y de famélicos galgos,
de galgos flacos y agudos,
que pululan
por las sórdidas callejas,
y a la medianoche ululan,
cuando graznan las cornejas!
¡Soria fría! La campana
de la Audiencia da la una.
Soria, ciudad castellana
¡tan bella! bajo la luna.
Nota: Dedicado a la señora marquesa y a nuestro heredero.
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